Por Natalia Martín
"No me sentí seguro financieramente hasta que no tuve 1.000 millones de dólares en el banco".
¿Te imaginas? La respuesta es real y pertenece a uno de los 165 multimillonarios que participaron en un estudio del Centro para la Riqueza y la Filantropía de Boston, publicado recientemente en la revista The Atlantic.
Tengo una amiga de la infancia que desde hace años trabaja como odontóloga en una clínica de su propiedad. Cuando ella conducía su propio coche, nosotras, sus amigas, todavía comíamos migas de patatas. Y, sin embargo, el mayor miedo de mi amiga siempre fue quedarse de patitas en la calle. Que esta exitosa profesional, con sus vistosas camisas de Custo y sus zapatos de piel de cocodrilo vaya a acabar en el banco del parque agarrada a un cartón de Don Simón es tan absurdo como que mi gato se ponga a cantar el Ave María.
Quizá no tengas que mirar muy lejos para encontrar tu propia versión de persona acomodada y miedosa (y, por tanto, infeliz). La abundancia, como se ha dicho tantas veces, es un estado mental que procede de dentro y que no tiene que ver con la cuenta corriente. Por eso es frecuente toparse con personas "pobres" que desprenden generosidad, y viceversa.
¿Qué es suficiente? El estudio revela que muchos entrevistados no se consideran lo suficientemente ricos; para serlo, deberían incrementar sus fortunas en una cuarta parte, como media. Cuando se trata de gente con decenas de millones de dólares en el banco, la cosa se pone fea.
“Al igual que el cuerpo humano no se ha desarrollado para lidiar con el exceso actual de abundantes grasas y azúcares, y reclamará otra hamburguesa de queso cuando no debería, la mente humana no se desarrolló para lidiar con el exceso de dinero, y deseará más incluso cuando se ha convertido en un problema más que en un apoyo”, escribe Graeme Wood en la revista.
Ni seguridad ni tampoco bienestar emocional. La desconfianza que surge cuando temes que sólo te quieran por tu dinero te convierte en un desgraciado, indica el estudio. Por otro lado, está el temor a que tus hijos sean unos mimados con vidas disipadas, o a que se te perciba como un desagradecido si te quejas.
"Se preocupan por perderlo, se preocupan por cómo invertirlo o las repercusiones de tenerlo. A medida que se incrementan los ceros, crecen los dilemas", dice el psicólogo Robert A. Kenny, uno de los responsables del trabajo.
El estudio está sesgado, porque sólo incluye las confesiones de aquellos que se tomaron la molestia de responder el cuestionario de los investigadores. Pero, aún así, deja claro que los que no nadamos en oro "disfrutamos" de otras cosas, como la ilusión de que el aumento de sueldo o ganar la lotería nos vayan a procurar felicidad. Los millonarios ya saben, indica Kenny, que ningún yate es tan estupendo, ningún vino es tan maravilloso como para curar el alma o garantizar que tus hijos no se conviertan en unos crápulas.
“El dinero es como el fuego: calentará tus pies o te quemará los calcetines”, dice el Deuteronomio. Por aquí ya sospechábamos que la distancia entre uno y otro evento es pequeña; por el ojo de la aguja no caben ni los pelos del camello.
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